Esta será la primera historia corta que publique en este blog. No estoy seguro de si podré mantenerla aqui, o me cerrarán el blog. Si ocurriese lo primero, la quitaría y la sustituiría por otra diferente. En el caso de lo segundo, abriría otro blog, con el mismo u otro nombre.
El motivo por el que digo esto es porque presenté esta obra a un certamen de literatura juvenil hará cosa así de 2-3 meses, pero no pasó el corte, y no estoy seguro de si se me permite publicarlo por este medio. Pero es, a efectos prácticos, la primera obra mia que ha llegado a un público, aunque sea a los miembros de un jurado, y quiero compartirla con vosotros.
Esta obra se titula El jinete y la gitana. No voy a destriparos de que va, aunque tampoco es lo bastante larga como para destriparos nada. Solo decir que es una historia sobre la reflexión acerca de qué significa vivir dignamente. Espero la disfruten.
El jinete y la gitana.
Por: Alberto López del Consuelo.
Era
invierno en la sierra de Nievenegra, y los caminos estaban totalmente helados.
Los bosques presentaban una pátina de blancos y negros a la mortecina luz de
las estrellas.
Iba por el camino un hombre en su
caballo. El hombre ya tiempo hacía que abandonó su nombre, y se hacía llamar a
si mismo caballero, con suerte que esto atrajese la atención de algún señor que
lo quisiera entre sus huestes. Con el tiempo, y si la suerte lo acompañaba, su
fama podría llegar hasta el mismo rey, que lo haría conde, y le daría un
condado por sus servicios prestados, donde pasaría el resto de su vida,
satisfecho por el deber cumplido, habiendo dejado su huella en el mundo.
En eso que este jinete, montado en
su fiel yegua, de nombre Ceniza por el color de su piel, iban aquella gélida
noche por los helados caminos del bosque, cuando a lo lejos vieron la luz de un
fuego.
El jinete no cabía en sí del gozo
por esta maravillosa visión, pues la noche era fría y oscura, y tras llevar
toda la jornada cabalgando precisaba de descanso; y conforme se acercaba olió a
carne asada y a especias, y su alegría fue aún mayor, pues estaba hambriento.
Y en eso que, al llegar al fuego, se
encontró con una joven, vestida con el traje que las gitanas usan para sus
actuaciones y sus bailes, de un vivo color rojo, cubierto con un chal de
colores oscuros. La gitana lo miró asustada, con unos ojos del color de las
almendras, sus cabellos de negro azabache largos y sueltos en una larga melena
a sus espaldas, y las manos, de dedos largos y finos, manchadas de sangre, pues
en una sostenía un cuchillo y en la otra un conejo desollado.
– Mil perdones, hermosa dama. Más he
visto vuestra lumbre a lo lejos, y no he podido resistirme a acercarme. ¿Tendríais
a bien el compartir vuestra lumbre con un pobre viajero cansado? – Preguntó el
jinete.
La gitana lo miró con doble vista:
la de la mujer precavida que espera una encerrona, y la de la gitana, aún más
precavida, pues de todos es sabido que los señores que reinaban por aquellas
tierras no tenían a los gitanos en buena estima, ya que estaban tan ciegos que
no veían más allá de sí mismos y de sus riquezas de oro y joyas.
Pero la gitana no vio más que
nosotros en este viajero, y con voz melodiosa y vibrante, casi como si de un
canto se tratase, salido de sus carnosos y tiernos labios, respondió.
– Se bienvenido en esta hora a mi
lumbre, caballero. Y tendré el placer de compartir, no solo mi fuego, sino
hasta mi cena.
– Y yo a mi vez – respondió este, contento
de haber encontrado en el camino a tal alma caritativa –, aun si ser caballero,
tendré a bien compartir lo que llevo en mi morral, aun siendo unos pocos
frutos, agua y medio pellejo de vino.
Dicho esto, el jinete que no era
caballero se quitó la armadura que había llevado puesta durante toda la larga
jornada. La gitana lo observó: era un hombre alto, de porte noble y mirada
resuelta. Llevaba la barba recortada un poco más larga de lo normal, como si
hiciese días que no la repasaba con la hoja. Sus ojos eran de un gris apagado,
sus cejas pobladas, su espalda ancha y sus brazos fuertes. El jinete bajó su
morral de Ceniza y lo vació en el suelo, a los pies de la gitana.
Y así, partieron el pan y los
frutos, y la gitana asó dos conejos, que compartieron con el vino y un pan
ácimo que llevaba la gitana en su bolsa. La comida al viajero le supo a gloria,
pues hacía ya tiempo que viajaba con lo mínimo que podía cargar en su yegua.
El jinete había terminado de comer,
y mientras la gitana partía un fruto con una navaja, le preguntó:
– ¿Decís vos no ser caballero, aun
yendo a caballo y portando en una armadura vuestro escudo de armas? – preguntó
la gitana, echando un vistazo a la armadura del jinete, apoyada junto a un
árbol cercano.
El jinete observó su armadura con
pesadumbre.
– Aquel – dijo este. – era el escudo
de armas de mi familia. Hace ya mucho que caímos en desgracia. Pero un
caballero necesita una armadura, pues los caminos son peligrosos, y no tenía
oro para comprar una nueva.
– Entonces, si llevar armadura y
montar a caballo no os hacen caballero, ¿Qué es para vos ser caballero?
– Ser caballero – el timbre de voz
del jinete se llenó de orgullo. – es servir a un señor y estar a sus órdenes. Y
yo, por suerte o por infortunio, no poseo tal cosa. Esperaba ganarme un nombre
en alguna gran batalla, pero ya de esas no quedan.
– ¿Y qué esperabais obtener con todo
ello? – preguntó la gitana, maravillada ante tal personaje con tan alto
propósito.
– Espero, lo primero, ganarme un
nombre, forjado con el acero de mi espada, mi sudor y mi sangre. Y luego,
espero ganarme un lugar donde reposar hasta el fin de mis días, tras haber
ardido como el fuego eterno y haber dejado mi huella en este mundo.
La gitana, ante esta declaración,
hecha con una solemnidad y una firmeza de espíritu tan firmes, lejos de
maravillarse, se echó a reír a carcajadas.
El
jinete, tras salir de su estupor, se envalentonó.
– ¿Osáis mofaros de mis nobles
propósitos, gitana?
La gitana le soltó con bravuconería.
– Si, oso, pues vuestros propósitos
no podían ser más errados.
El jinete, a punto estaba de
estallar de ira, pero se calmó. Y con la voz fría y afilada como un cuchillo,
le espetó.
– ¿Qué va a saber de estos
menesteres una simple gitana?
La puya golpeó fuerte, y la gitana lo
sintió en el alma y los huesos, pero no dijo nada. En su lugar, se levantó, se
puso firme junto al fuego y, con voz cantarina, pero llena de una furia
indescriptible, le dijo.
– Mi nombre es Corneja, así me
llamaron mis padres al nacer y mis hermanos y hermanas cada día que pasa, y soy
gitana de nacimiento. En mi familia vivimos la vida en los caminos. Cada día
vamos de un pueblo al siguiente, sin parar ni llamar a ninguno hogar,
ofreciendo nuestra vida, nuestro arte y nuestro canto. Escuchadme.
Y entonces Corneja empezó a cantar.
Cantó sobre el camino, sobre la vida y la muerte, sobre los días buenos y los
días malos, con sol o con lluvia, con nieve o con truenos. Cantó sobre la vida
misma.
Cantó una canción sobre una niña que
cantaba y bailaba al lado de una fogata, junto a su gente.
Cantó sobre una muchacha que cantaba
y bailaba al lado de otra fogata, junto a su gente.
Y también cantó sobre una hermosa
mujer, la misma niña, la misma muchacha, siempre junto a la fogata, y siempre
junto a su gente.
Y al terminar su canción, volvió la
vista a su público, y le preguntó al jinete, al caballero que no era caballero,
al sin nombre.
– Decidme, vos, sin nombre, ¿Os ha
resultado mi vida lo bastante plena? ¿O pensáis que no dejará su huella en este
mundo?
El jinete sin nombre, conmovido,
rompió a llorar silenciosamente. Se las enjugó e, inclinándose, dijo.
– Mi señora, espero aceptéis mis
humildes disculpas, pues he sido tremendamente grosero. ¿Permitiríais que yo,
un hombre sin nombre, os acompañase en vuestro viaje?
La gitana volvió a reírse una vez más,
sin sorna ni ira.
– Esperaba que os ofrecierais a
ello. Al fin y al cabo, sois todo un caballero.
El jinete sin nombre rompió a reír
mientras terminaba de limpiar las lágrimas de sus ojos.
– ¿Y qué nombre pondríais a este
caballero, mi señora? – preguntó el jinete.
La gitana lo volvió a mirar: sus
ojos, para acechar y observar los peligros que lo rodeaban; su cuerpo, listo
para correr, para atacar a sus adversarios o a aquel que se cruzase en su
camino. Entonces observó atentamente el blasón que el jinete había abandonado
tiempo atrás, pero aún marcado en su armadura: un lobo aullando a un eclipse
lunar.
– ¿Es que acaso no sois vos el señor
Lobo? – preguntó la gitana con picardía.
El jinete miró el blasón, que había
sido de su familia durante generaciones, aunque ya no significase nada para él.
Una sonrisa de suficiencia se posó en sus labios.
–
De acuerdo. – Y dicho esto, se levantó, se limpió los restos de comida de su
camisón y, haciendo una reverencia, dijo: – El señor Lobo está a vuestro
servicio.
Y desde aquella noche, el jinete de
nombre Lobo acompañó a la gitana de nombre Corneja en su viaje.
La troupe de gitanos lo acogió como
a uno más de los suyos, y viajó con ellos largo tiempo. Durante dichos viajes,
empezó a extenderse una extraña historia, que hablaba de una troupe itinerante,
en la cual había dos seres sobrenaturales: una corneja con voz de ruiseñor,
capaz de calmar los llantos de un bebe, de cantar el nacimiento y la vida y la
muerte y el amor y el valor de las cosas importantes de la vida; y un lobo que
caminaba a dos patas, con garras y colmillos que desgarraban a todo aquel que
deseaba dañar a la corneja, y la protegía de todo mal.
Con el paso de los años, se
extendieron numerosas canciones sobre ellos, narrando sus aventuras y
desventuras. Pero quizás la más hermosa de todas estas era aquella que hablaba
de un lobo que, en una fría noche de invierno, conoció en el bosque a una
corneja y, juntos, empezaron un viaje para dejar su huella en el mundo.
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