Buenas tardes a todos los fans de La Pluma del Arquitecto.
Hace ya unos años empecé a escribir una historia con estilo pseudo-post-apocalíptica, si el termino significa algo para vosotros. En esta historia, el mundo ha sufrido una grave guerra mundial que ha arrasado gran parte del planeta, pero las grandes corporaciones que sobrevivieron a dicho holocausto forman un conglomerado y crean una ciudad nueva, a imagen de la época victoriana, aunque con ciertos elementos algo vanguardistas, como iluminación artificial, centrales de procesado de oxígeno y otras cosas.
En esta historia, un chico llamado Bastion, de profesión cortabolsas, vive su vida como puede: roba en domicilios, saqueando almacenes y durmiendo en donde puede, a veces en un hospicio, otras en algún local donde se pueda permitir un plato caliente y un lecho mediánamente confortable.
La escena que voy a relatar ocurre durante uno de sus trabajos. Intentaré ambientar adecuadamente la tensión de entrar en una fiesta de etiqueta, dada por una familia adinerada de la ciudad, con el objetivo de llevarse todo lo que pueda cargar en sus bolsillos.
Por: Alberto López del Consuelo.
Bastion se encontraba en una
situación un tanto desesperada: era viernes, aún no había cobrado su semanada,
no tenía nada de comer ni de beber, y además había vuelto a su apartamento
demasiado tarde como para ir a ratear a algún establecimiento; sin embargo,
eran muy comunes las fiestas en aquella zona, así que se puso su mejor traje de
vestir y salió a la calle. No le costó mucho encontrar a una pareja que iba
vestida de manera lujosa, hacer como si chocase contra el hombre y robarle la
cartera en la que tenía guardada cuidadosamente la invitación. Era para una
especie de cumpleaños de la hija de un discreto magnate, de esos que surgieron
durante los primeros años del segundo renacimiento. Así que, para dar
apariencias, saltó una valla de un jardín de la zona y, teniendo cuidado de
permanecer en las sombras que proyectaban los muros de la casa, robó algunas
rosas de distintos colores, que servirían como regalo excusa (si no tenía
dinero ni para comer, mucho menos para comprar un regalo lujoso).
Tras limpiarse
como pudo los zapatos y el traje, se dirigió con paso altanero y mirada al
frente a la dirección impresa en la invitación, a donde llegó pocos minutos
después. Se presentó como un tal vizconde de Paras, hijo del conde de Paras,
que era el título que tenía en la cartera el hombre al que robó la invitación,
y discretamente advirtió al guardia que lo recibió de que un farsante sin
invitación, enemigo de su padre, se presentaría sin invitación e insistiría que
le dejasen entrar, y que le agradecería que lo echase del recinto sin armar
mucho alboroto. El guardia, que entendía muy bien a que se refería con aquello,
asintió y, tras cachearlo por si acaso llevaba algún arma u objeto peligroso
escondido, le dejó entrar a una lujosa mansión de vivos colores, adornada con
madreperla y nácar.
Nada más
ver los muros de dicha mansión Bastion tuvo que reprimir una mirada de codicia
y envidia que amenazaba con destapar su tapadera. Con solo unos pocos
centímetros del adorno de madreperla podría pagarse el alojamiento y la comida
de todo un mes en una tasca normalita, y hasta tres meses en una de las peores
de la ciudad. Pero no había ido a dicha fiesta para robar semejante cosa, y
además sería muy extraño que alguien saliese de allí con semejante cosa.
Pero
con todo y aquello, antes de darse cuenta se encontró a si mismo observando el
ambiente en el jardín delantero, lleno de mesas cubiertas de manteles blancos e
inmaculados, sobre los cuales reposaban fuentes con algunos de los manjares más
extraños y deliciosos: fuentes de gambas de colores rojizos, acompañados de
salsas rosadas y cerúleas; una carne cortada en rodajas rellena de huevo y
jamón, y cubierta de un jugo tan espeso que parecía gelatina o glaseado; frutos
en pirámides, cortados y pinchados con palillos de dientes, al lado de una
fuente de chocolate fundido. En aquellas mesas se mostraba toda la opulencia
que se había logrado rescatar de la última guerra.
Lejos
de darle apetito, todo aquello hizo que Bastion estuviese a punto de vomitar
del asco. Por su cabeza rondaban escenas de la muerte de su madre, de su
posterior pobreza. Se veía a si mismo rebuscando en la basura, huyendo de los
gendarmes cuando lo veían robar una cartera a un transeúnte, durmiendo en un
pajar porque no tenía ni siquiera para dormir en un antro de mala muerte y se
veía obligado a colarse en una granja. Bastion los odió por dentro, con toda su
alma, pero no tenía tiempo para odiar, ni para enfurecerse.
Dio
un par de vueltas mientras probaba toda la comida que servían en aquella
fiesta, con bocados lentos y desapasionados, sin dejarse sorprender por este o
aquel sabor nuevo y extraño. Debía representar el papel de una persona lo
bastante adinerada como para que aquella comida solo fuese casualmente inusual,
y no una completa rareza. Al mismo tiempo, si alguien le saludaba, debía
responder al saludo. Solo en un par de ocasiones le llamaron la atención y le
pidieron que se acercara, pero el hizo como que pasaba de largo sin verlo y al
final perdieron el interés.
Ya
estaba a punto de empezar a vaciar algunos bolsillos cuando se fijó en un grupo
de personas cerca de una de las entradas de servicio del jardín. Eran un par de
personas de uniforme: un hombre, grande y fornido, y una mujer, esbelta y
recia, vestidos con trajes de negocios. Estaban hablando con alguien vestido
como para la ocasión, con un traje de época de color azul oscuro con bordados
de oro apagado, que parecía tremendamente nervioso. Miraba a todos lados y se
restregaba las manos contra el bajo de la chaqueta, intentando sin conseguirlo
limpiar el sudor de sus manos.
En
vista de aquello, y esperando que fuesen a entrar por una puerta lateral al
edificio, se preparó para seguirlos. Hasta que se fijó que, en la entrada del
jardín por donde él había pasado se estaba montando un alboroto. Antes de poder
discernir de que iba la cosa ya sabía el propio Bastion que probablemente se
trataría del pobre desgraciado al que había robado la invitación. Por las voces
que llegaban hasta allí, la señora estaba poniendo a caldo a su marido por
haber perdido las invitaciones.
Aprovechando
que todos estaban distraídos, Bastion se movió sigilosamente hasta el lado
contrario del edificio, en el cual no había ningún guardia, pues todos habían
ido a la puerta a ver que estaba pasando. Rápido y silencioso, se acercó a la
primera puerta de servicio que pudo encontrar e intentó abrirla, pero estaba
cerrada.
El traje que llevaba Bastion no era un traje normal
y corriente, y había sido modificado para esconder diversas herramientas que
resistiesen el escrutinio de cualquier guardia. Quitándose el zapato derecho y
levantando la suela, Bastion sacó un par de pequeñas ganzúas escondidas en la
zona del talón. Con movimientos ágiles y diestros, Bastion movió las ganzúas
dentro de la cerradura hasta que esta dio un casi imperceptible chasquido,
indicando que estaba abierta. Entonces, abrió con mucho cuidado la puerta y
empujó. Tal y como esperaba, la puerta estaba muy bien cuidada, y por ello no
chirrió al abrirse ni se quedó atascada a medio camino. Entró en un solo fluido
paso, y cerró silenciosamente la puerta tras de él.
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